Edgar Allan Poe (1809-1849) |
Me es imposible decir cómo
aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me
acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba
colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me
insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue!
Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una
tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco,
muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo
para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes
me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran
podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué
cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui
más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia
las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan
suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la
cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera
que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se
hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente...
muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una
hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta,
hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente
como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto,
abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente
iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo
suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto
lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre
encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no
era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas
iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la
noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para
sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo
mientras dormía.
Al llegar la octava noche,
procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de
un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella
noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas
lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco
a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o
pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo
sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes
pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la
pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los
ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y
seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me
disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y
el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir
palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo
no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal
como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los
taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y
supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh,
no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la
sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce,
cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso
eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo
que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de
mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido,
cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada,
pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea...
o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo
con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la
Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima.
Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a
sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza
dentro de la habitación. Después de haber esperado largo
tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una
pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse
ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de
luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el
ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en
par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad,
de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano.
Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por
un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que
toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En
aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que
podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era
familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal
como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me
contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que
no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz
sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se
hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto
del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen
ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a
medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan
extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve
todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez
más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una
nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido!
¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna
y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una
vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado
colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero,
durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro
que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes.
Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el
cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el
corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo
estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome
por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que
adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi
trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le
corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del
piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los
tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo-
hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una
cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea
eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En
momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la
calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se
presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un
vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de
algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían
comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que
temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado
aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había
ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité
a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la
habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se
hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la
habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga,
mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en
el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían
satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba
perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les
contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía
pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido
en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se
hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy
alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo
cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se
producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy
pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz.
Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y
presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no
habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido
crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz
muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente.
¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las
observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...
maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres
seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo
Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban
burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier
cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que
aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí
que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más
fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados!
-aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde
está latiendo su horrible corazón!
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