Uno de los elementos más reconocibles del petrarquismo es el retrato físico de la joven amada (en latín, descriptio puellae) a partir de unos rasgos predeterminados por el canon de belleza establecido en el soneto 157 del Canzoniere ("La testa or fino, e calda neve il volto..."). Según esa prosopografía, la mujer era siempre rubia, tenía los ojos claros, la tez pálida en contraste con las mejillas sonrosadas, los labios rojos y los dientes blancos y bien colocados. Sin embargo, lo común no era describirla tal cual, llanamente, sino mediante la correspondencia de esos rasgos con un elemento de la naturaleza identificado con esa cualidad por antonomasia, es decir, mediante una serie de imágenes fijadas por la tradición poética, las llamadas metáforas fosilizadas. Así, el cabello siempre era de oro (“el cabello, que en la vena / del oro se escogió...”, en Garcilaso) o aun más dorado que el precioso metal (“los cabellos que vían / con gran desprecio al oro / como a menor tesoro”, de nuevo en el toledano); los labios eran coral o rojo rubí, los dientes riquísimas perlas, etc. Se trataba, claro está, de una idealización de la amada, muy poco realista, puesto que lo que se describía era más el arquetipo lírico creado por Petrarca que una apariencia física.
Tantas veces se reiteró esta descripción que acabó, en buena lógica, desgastándose y dando pie desde el primer tercio del XVII a burlas y parodias, brutales, como en el caso de Quevedo (“Codicia os puse de vender los dientes, / diciendo que eran perlas; por ser bellos, / llamé los rizos minas de oro ardientes. / Pero si fueran oro los cabellos, / calvo su casco fuera, y diligentes / mis dedos los pelaran por vendellos.”), o más irónicas como la de Cervantes, puesta en boca de su licenciado Vidriera: “Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas.” (Novelas Ejemplares). La perduración de la descriptio puellae a lo largo del Renacimiento, del Manierismo y del Barroco, la convierte en un magnífico exponente de los diferentes matices que aportan esos estilos, hasta la demolición de la fórmula en el Barroco (de nuevo Quevedo: "en vos llamé rubí, lo que mi abuelo llamara labio y jeta comedora").
Tantas veces se reiteró esta descripción que acabó, en buena lógica, desgastándose y dando pie desde el primer tercio del XVII a burlas y parodias, brutales, como en el caso de Quevedo (“Codicia os puse de vender los dientes, / diciendo que eran perlas; por ser bellos, / llamé los rizos minas de oro ardientes. / Pero si fueran oro los cabellos, / calvo su casco fuera, y diligentes / mis dedos los pelaran por vendellos.”), o más irónicas como la de Cervantes, puesta en boca de su licenciado Vidriera: “Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas.” (Novelas Ejemplares). La perduración de la descriptio puellae a lo largo del Renacimiento, del Manierismo y del Barroco, la convierte en un magnífico exponente de los diferentes matices que aportan esos estilos, hasta la demolición de la fórmula en el Barroco (de nuevo Quevedo: "en vos llamé rubí, lo que mi abuelo llamara labio y jeta comedora").
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